Con las manos en el timón divisa la costa.
El final del día anda cerca. El final de su jornada de trabajo.
La ciudad ya despertando espera su llegada.
Sus ojos inmóviles, dilatados imaginan su regreso.
Nada más pisar el puerto lo recibe su perro. Fiel a una promesa que cree que está cumpliendo.
Le espera su familia, mujer e hijos.
Nada más tocar la llave en la cerradura se oyen pasos apresurados hacia la puerta. Un mínimo paso dentro del hogar y ya unos brazos absorben el frío que acumula en su cuerpo.
Unos cortos brazos que apenas rodean su cintura pero que es suficiente para hacer soltar el equipaje que carga desde el puerto. Pesado en sus hombros, liviano ya en el suelo.
Su hijo menor aprieta su cara contra él, quiere pensar, forzarse a creer que ha crecido.
En volandas y con la mano del niño como remolcador, lo lleva hasta la cocina.
Allí, de pié, inmóvil se encuentra su esposa y como la última vez, como la anterior, se funden en un simbiótico abrazo. Un dos que se hacen uno.
Sin abrir los labios se lo dicen todo.
Larga espera, sin estar con nosotros, sin estar con vosotros. Juntos.
El zarandeo del abrazo le hace tambalear, sus limitadas fuerzas iban en ese abrazo.
Mira alrededor y una paz lo inunda.
Una buena cena, con una copiosa mesa.
En abundancia de comida y de compañía, una mesa llena de aquello que anhelaba tanto en alta mar.
El plan era perfecto.
Sus manos aferradas al timón lo llevan rumbo a puerto.
Atraca, amarra y desembarca.
Nadie le espera.
Llave en mano abre la puerta, se adentra en casa y el silencio lo inunda todo.
El mismo que anduvo con él las últimas semanas, ahora sin el rumor de la bravura del mar.
El mismo silencio que le tapa la boca, que le enmudece en cada una de sus partidas.
El tintineo de un vaso ya desgastado y el verter el alcohol es lo audible en la estancia.
El silencio es su compañía, y la soledad su vida.
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